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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Surrak Garradragón -El despertar del oso- Khans of Tankir

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Puede que ya conozcáis a Surrak Garradragón, el kan de los Temur, y quizá ya lo hayáis visto dejando fuera de combate a un oso de un puñetazo. Sin embargo, a este clan le importan más cosas que partir caras y liarse a golpes contra los osos. Sus gentes también son muy espirituales y Surrak representa esa dualidad de respeto por la naturaleza y auténtico pragmatismo cuando hay que hacerle frente.

El cargo de kan no es hereditario y Surrak no nació destinado a ostentarlo.

Antaño, no era más que otro joven guerrero temur que trataba de demostrar su valía, hasta que un encuentro en las tierras salvajes alteró para siempre su futuro…



El joven dudó antes de adentrarse en la oscura cueva. Se ajustó la capucha de piel para taparse mejor la cara. El gélido aire era mordiente y su barba rala apenas lo protegía del frío. Surrak no veía luz alguna en el interior, pero un olor intenso se le metió en la nariz y le produjo náuseas. Su mente evocó un recuerdo atávico.

Un sonido surgió de la oscuridad. ¿O había sido un pensamiento? No sabía si había oído algo, pero lo incitaba a entrar. No era reconfortante, sino que transmitía miedo, pero también susurraba promesas de fuerza.


Respiró hondo y comenzó a avanzar. El ambiente de los alrededores estaba impregnado con el fuerte olor de un animal. Surrak andaba al ritmo del latido que percutía los alrededores, el gran corazón de la naturaleza. Parecía que numerosas voces estuviesen entonando cánticos en una extraña armonía. La canción se escuchaba con un tono cada vez más alto. 

Aquello hizo que Surrak se envolviese más en sus pieles. El ruido cesó. De repente, una luz lo deslumbró y cerró los ojos casi totalmente. Las voces alzaron el tono y gritaron. Luego llegó el silencio. Surrak abrió los ojos. No sabía cómo había sucedido, pero un fuego había empezado a arder en el suelo de piedra, mas no había leña para alimentarlo. Centelleaba, variando entre tonos anaranjados y azulados. Por encima de Surrak había una bóveda de roca, surcada, como si fuese un río, por una hilera de seres. 

Reconoció a algunos: grandes alces, lobos blancos, enormes osos e incluso visones. Algunos eran legendarios: los antiguos mamuts y los inmensos dragones cuyos huesos aún sostenían los refugios del clan. Más impresionantes aún eran las bestias que jamás habían existido. No tenía nombre para ellas. Corrían por el techo y parecían muy vivaces, con sus colores resplandecientes ante el fuego. No veía a nadie en la estancia, pero había muchas salidas de aquel gran espacio y el extraño cántico había vuelto a comenzar. "Observa, joven", parecía decirle, aunque la melodía carecía de palabras. "Contempla tu destino, heredero de las tierras salvajes".

 El cántico parecía adentrarse en él. Como si estuviese soñando, Surrak se tendió boca arriba en el suelo de piedra. El desfile pintado brillaba en lo alto. Un gran oso, que rugía y caminaba sobre sus patas traseras, destacó en el techo y avanzó unos pasos. Lanzó unos tremendos zarpazos a una silueta humana diminuta que no estaba allí hacía un momento. 

El humano estaba desarmado, pero los dos comenzaron a luchar. Al final, el hombre se impuso y alzó un bastón de doble hoja por encima de la cabeza. Entonces, la visión concluyó. Surrak notaba que los ojos le pesaban y se sumió en la oscuridad. Cuando despertó, hacía frío en la caverna y el lugar estaba vacío. Apenas entraba una luz débil desde la boca de la cueva, difuminando la oscuridad. 

El panorama del techo se había apagado y estaba inerte, pero Surrak aún recordaba la visión que había tenido aquella noche. Se envolvió bien en su manto de piel y salió al gélido bosque. A medida que Surrak crecía, escuchaba cada vez más los ecos interiores de los cánticos y dejaba que su espíritu lo guiase. Recorría lugares donde nadie se había adentrado jamás. Visitaba los sitios más inhóspitos. Un día, descubrió las huellas de unas patas en cuanto el sol comenzó a emerger. Todas ellas eran tan anchas como el torso del joven, y muy profundas. Todavía emitían un olor rancio: la bestia estaba cerca. Surrak se detuvo e inclinó la cabeza para escuchar. 

Al principio, solo percibió el rumor de la nieve y la brisa. Permaneció inmóvil, como un pilar de rocas para guiarse en el bosque. Los copos de nieve comenzaron a apilarse en sus hombros. Entonces, oyó un rugido ronco y el ruido de un cuerpo pesado quebrando el hielo y aplastando unas ramas. Estaba un poco más adelante. Surrak se ajustó los guanteletes. Estaban hechos con la piel de una bestia abzana que su clan había abatido tiempo atrás; le envolvían los brazos hasta los bíceps y de los nudillos sobresalían unas garras de lobo.

 Por lo demás, las únicas armas de Surrak eran su propia valentía y coraje. Gritó un desafío. Las palabras eran antiguas y no sabía qué significaban. Los susurradores dijeron que, antaño, los dragones gritaban aquel mismo mensaje.

 Lo único de lo que estaba seguro Surrak era de que estaban llenas de furia y poder. Cuando terminó, se abalanzó hacia la bestia.


El oso se incorporó ante Surrak y gruñó su propio desafío en el idioma de los suyos, agitando la cabeza y abriendo mucho las fauces. Era casi el doble de alto que el humano. Surrak no logró terminar la embestida a tiempo y una enorme zarpa le asestó un tremendo golpe. Era como si le hubiese golpeado la mismísima montaña. Surrak salió volando hacia atrás y se estrelló contra un árbol. Algunas costillas se habían partido y le faltaba el aliento. Respiró entrecortadamente, medio sepultado bajo la nieve. La fiera cargó contra él. 

El suelo temblaba ante el trote de aquella mole. Surrak hizo acopio de fuerzas y logró ponerse en pie, pero era demasiado tarde y se percató de que no podría esquivar la embestida. Por tanto, decidió lanzarse hacia uno de los flancos de la bestia cuando tratase de abalanzarse para destrozarlo son sus fauces. Sin embargo, una poderosa zarpa le arañó la cabeza. 

Sintió un dolor inmenso junto al ojo, en la sien. Tenía la vista cubierta por una capa de color rojo. Surrak sacudió la cabeza, como si fuese un oso. Se puso en pie y apoyó la espalda contra el grueso tronco de un árbol. 

Luego se restregó la cara con uno de los toscos guantes para limpiarse la sangre. Notaba que le colgaban unos jirones de piel. El oso se volvió para atacar de nuevo. Surrak se agachó y afirmó los pies contra el tronco. La bestia se preparó para cargar, pero Surrak rugió y se abalanzó sobre ella, impulsándose con los pies contra el árbol. 

Su puño enguantado golpeó el morro del oso como si le hubiese propinado un hachazo. El animal, aturdido, se desplomó sobre la nieve.



Antes de que el oso pudiese levantarse, Surrak aulló de nuevo y se arrojó sobre su lomo. Luego lo agarró por el peludo cuello con una mano y comenzó a apalearlo con la otra. Le asestó un golpe tras otro y, con cada uno, arrancó jirones de pelo y carne, mientras la bestia sacudía la cabeza y trataba de quitárselo de encima. La sangre salpicaba la nieve.

 Finalmente, Surrak soltó al oso y se alejó de un salto, resollando y cubierto de sangre, para encararse a su oponente. 

 Las dos bestias pardas se miraron mutuamente. El ojo sano de Surrak sostuvo la mirada de la fiera y lo retaba a que volviese a ir a por él. El oso tenía la cabeza gacha, con una oreja partida y los dientes rotos tras el puñetazo salvaje. Al final, apartó la mirada y dio media vuelta. Luego resopló, se sacudió y se marchó lentamente. Surrak permaneció de pie y aulló el cántico del triunfo hasta que su enemigo desapareció de su vista. En cuanto lo hizo, se dejó caer de rodillas. Surrak regresó al gran asentamiento de Karakyk. Tenía el lado derecho de la cara destrozado y en carne viva, y tampoco podía ver por un ojo. Llevaba consigo varios jirones de pelo marrón, una uña que se había soltado tras la primera carga del oso y varios dientes rotos. 

 Presentó los trofeos en silencio a los ancianos del clan, quienes apreciaron los regalos y concedieron a Surrak los derechos y los títulos de los adultos. Doble susurro depositó en sus manos una gran lanza con punta de pedernal y envuelta con cintas benditas. 

 Los sanadores se encargaron de él y le limpiaron las heridas. Los cortes eran profundos y el hueso asomaba entre la piel agrietada por el viento. Además, el ojo derecho apenas percibía contornos difuminados, como en un día invernal. El vello no le crecería en aquel lado de la cara, pero Surrak sonreía: lucía las marcas de un gran guerrero. A partir de aquel día, lideró a otros luchadores del clan para cazar tanto animales como enemigos. Al principio, tenía pocos guerreros a su mando, pero a medida que acumulaba victorias, sus números también fueron creciendo. Poco después, solo el Garradragón y la Voz de la caza contaban con más súbditos que él. 

 El cruel invierno aflojó las zarpas, aunque solo fuese un poco. La primavera llegó a los pasos elevados y las familias se dispersaron por los cotos de caza. Sin embargo, a medida que el clima se volvía más suave, la osadía de los enemigos del clan aumentaba. Para Surrak, aquella estación parecía peor que en muchos años anteriores. Los incursores de los otros clanes, sobre todo los de los odiados Sultai, no dejaban de hostigar los campamentos y de espantar a los animales salvajes. Los Temur respondieron con contundencia. Surrak y los suyos pasaron más días persiguiendo presas bípedas que cazando para conseguir alimentos. Sus gentes se cansaban y se separaban. 

Para gran vergüenza ajena, algunos empezaron a abandonar el grupo, ya que estaban demasiado débiles como para continuar. La agotada comunidad continuó su periplo. Descendió a las tierras bajas, donde quizá fuese más fácil encontrar sustento. Sin embargo, la tierra estaba baldía, ensuciada por el paso de muchos pies... y de cosas que no eran pies. Surrak frunció el ceño e instó a su grupo para que persiguiesen a los incursores. En un claro pisoteado, dieron alcance a su presa: un enorme grupo de carroñeros bajo la bandera de tres hombres serpiente y una caravana de muertos vivientes tambaleantes. 

Los Temur profirieron maldiciones cuando reconocieron las figuras demacradas de sus propios compatriotas, que habían fallecido por hambre o alguna enfermedad.

 La partida de caza se encontraba en una inferioridad numérica considerable, pero la fuerza de los Temur no procede solo de sus números. La furia de las tierras salvajes brotó de las gargantas de los guerreros y todos ellos se abalanzaron contra el enemigo.

 Las garras y las hachas cercenaron la carne. Sus enemigos los acometieron con magia vil y les escupieron veneno. Aunque las aguerridas gentes de las montañas aniquilaron a muchos, empezaron a caer más de los suyos.


Surrak había liderado la carga. Estaba rodeado y no paraba de ensartar con su lanza ni de golpear con el puño. Había docenas de muertos alrededor de él. Su cuerpo estaba cubierto de heridas, pero estaba empeñado en abatir a todos cuantos pudiese antes de que llegase el momento de unirse a sus ancestros. De repente, un rugido hizo enmudecer el clamor de la batalla y la tierra tembló. Del bosque cercano surgió a toda velocidad una mole peluda. 

El oso de las cavernas embistió contra las filas de los Sultai, despedazando a los demacrados zombies y arrollando a los perplejos humanos. La bestia se abrió paso hasta llegar junto a Surrak, luego dio media vuelta y empezó a atacar a otro grupo de enemigos. Surrak estalló en carcajadas y agradeció la llegada de su antiguo rival y nuevo aliado. Enseguida se lanzó de nuevo a la contienda; sus compañeros apenas dudaron un instante y luego acometieron al enemigo con energías renovadas. 

Los Sultai retrocedieron aterrorizados y pasmados. Muchos acabaron huyendo y dejaron indefensos a sus amos serpentinos. Finalmente, los Temur gritaron al unísono y aplastaron a los últimos enemigos. Habían ganado la batalla y hecho pedazos a los Sultai, cuya ponzoña tardaría en volver a mancillar las montañas. Surrak se apoyó en su lanza y recobró el aliento. 

Entonces, le invadió el dolor de sus numerosas heridas. Oyó un gemido ronco detrás de él y se dio la vuelta.

 El gran oso yacía en el suelo y sacudía la cabeza por culpa del dolor. Surrak vio las astas de las flechas bífidas sultai, hundidas en el costado. Las manchas negras de veneno se mezclaban con la sangre oscura. El oso observó a Surrak. Este percibió una súplica en la mirada; sabía qué debía hacer. Se inclinó, se quitó un guantelete y colocó la mano en el hocico del animal. Luego entonó un cántico antiguo para enviar a los caídos junto a sus ancestros. 

Finalmente, se incorporó y atravesó con su lanza el cráneo del oso. Doble susurro pronunció la invocación que otorgó a Surrak el título de Primer Padre de los Temur. 

Después, le envolvió los hombros con un manto de piel de oso: la del defensor del clan. Surrak se vistió con nuevos guanteletes, elaborados con las zarpas de la gran bestia. Por último, alzó la ancestral Garradragón por encima de la cabeza. 

El oso, el clan y él eran un solo ser.


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